Las cinco y media de la mañana, todavía pasará un rato hasta que el sol aparezca si es que la niebla le deja hacerlo. Son muchos los días de invierno en que permanece dormido, ella le gana la partida y sin que parezca importarle espera un momento mejor. La vieja montaña aguarda atenta su decisión, nunca está segura de poder verle la cara y cuando no es así se resigna a la espesa y gris niebla.
Los inviernos se hacen largos y duros, pero cada vez menos, ya no son igual que en el pasado. Todo ha cambiado y lo único que permanece inalterable es la montaña, testigo del paso de los siglos en el pueblo que rodea y esconde del exterior, poblada con árboles muchas veces heridos de muerte por el fuego y una y otra vez plantados para darle vida. La montaña conoce historias de gente, gente que vivió en su seno antes de dejarse llevar por la ciudad y todo lo que ello conlleva. Pero ella permanece fiel a su ubicación, allí está desde siempre y estará hasta el final de los tiempos.
Parece que el sol vencerá a la niebla, hoy dará su luz y ayudará a que el día sea más llevadero, eso es lo que piensan los que todavía medio dormidos esperan la llegada del primer tren de la mañana, el que los llevará al trabajo, al colegio, a la universidad. La estación en la que esperan es amiga de la montaña, como ella ha sido testigo de multitud de vivencias de sus visitantes, pero en un espacio de tiempo incomparable por su brevedad. Al igual ocurre con su tamaño, la montaña es inmensa, poderosa, creada por la naturaleza; la estación es pequeña y vulnerable, creada por el hombre y fácilmente destruible.
Un leve sonido avisa que las barreras se cierran, el primer tren de la mañana pronto hará su entrada. Todavía a oscuras puede verse a lo lejos la luz de su máquina y el ruido que hace al pasar por el puente de hierro rompe el silencio de las primeras horas del día. Los pasajeros hacen esfuerzos para acabar de despertarse, no hablan entre ellos, la madrugada es dura para entablar conversación. Por el altavoz se oye el aviso de la llegada de los trenes, su destino, y la voz del jefe de estación delata que no hace mucho que se ha levantado. Todos cogen el tren, cada uno el suyo, y así empieza la vida de la estación. Habrá momentos en los que estará colapsada y otros en los que apenas habrá nadie, pero ella vigilará atentamente todo lo que ocurra. El edificio es muy viejo, de principios del siglo XX, lo han pintado, restaurado, pero su esencia siempre ha sido la misma, como la de la montaña.
Los primeros trenes de vapor llegaron como la gran novedad, las distancias empezaron a ser insignificantes y la movilidad de las personas fue mucho más fácil, hoy, ambas, apenas tienen importancia alguna ni suponen ningún obstáculo insalvable. Nada se puede medir de la misma manera que se hacía en el pasado, ni el espacio, ni el tiempo, ni la vida.
La vieja montaña ve en la lejanía como la estación realiza su trabajo sin quejarse, acoge a los pasajeros, los protege del agua cuando llueve y sin que ellos sospechen nada escucha sus secretos. Por ella han pasado varias generaciones, ha visto a padres con sus hijos recién nacidos y a éstos de adultos. Ha derramado lágrimas cuando las familias iban a la ciudad a reconocer a sus miembros muertos en la guerra, la misma guerra que trajo soldados al pueblo, soldados que llevaban armas cargadas con balas que agujerearon sus paredes, paredes manchadas de sangre oculta después por capas de pintura.
Ya ha amanecido, hoy podemos decir que el sol ha ganado con ventaja, más que un día de pleno invierno parece que la primavera está a punto de llegar. Los que esperan otros trenes se desabrochan los abrigos por la alta temperatura que nunca se hubieran imaginado. La estación está feliz de la victoria del sol, eso le permitirá ver a su montaña, la única que conoce y conocerá.
Dicen que le queda poco tiempo de vida, pero una madre acompañada de su hijo hace que olvide su cercano final y sonría unos breves segundos contagiada por las risas del pequeño. Ella es testigo de la vida que por allí pasa, pero no le está permitida su participación, no es más que una estructura inerte y sus paredes vierten lágrimas de emoción, mientras la gente comenta cuanta humedad hay. Ignorada por todos se resigna como siempre ha hecho.
Un nuevo tren sale hacia su destino mientras escucha la conversación de dos hombres que acaban de llegar. Vestidos con trajes serios se creen importantes y al escucharlos se da cuenta que no son más que pobres desgraciados, ignorantes escondidos bajo su coraza gris para defenderse del final que siempre llega. Dos chicas jóvenes muestran su indignación por la situación de un lugar para ella desconocido, se entristece al volver a ser consciente una vez más de que no sabe nada, de su ignorancia, ¿estará muy lejos ese lugar del que hablan?
Pasadas las nueve de la mañana sus visitantes y los trenes descienden en un importante número. Eso le da tiempo para volver a pensar en lo poco que le queda de vida, la derrumbarán y harán un gran paseo en su lugar. Para sustituirla han construido un gran túnel con instalaciones modernas, no como ella que es una reliquia. Vuelve a mirar a la montaña, suspira al pensar que pronto ya no podrá hacerlo, nunca han podido hablar, pero ambas han aprendido a estar juntas y a quererse.
¡Allá va! El viejo y rápido talgo que también pronto será sustituido por otro más rápido y moderno, pero él será mostrado en algún museo del ferrocarril y de ella nadie se acordará. Quizás algún día en un calendario hecho de viejas fotografías alguien diga, ¡mirad nuestra antigua estación!
La estación mira y mira a la montaña, a sus árboles y al cielo azul que está por encima de ellas. Siente algo entre sus viejos muros que le anuncia que el final está llegando, demasiado movimiento de gente extraña. La tristeza a veces se ve superada por la rabia de no poder hacer nada, de no poder intervenir en su destino. Se despide a su manera de los pasajeros, los oye decir que mañana estará cerrada, cerrada para siempre. Cuando ella caiga, la historia de todos los que por allí han pasado, caerá también.
La estación suspira y llora porque no quiere quedar convertida en ruinas, no quiere dejar de ver a su montaña, ni a sus niños, ni a sus padres, ni a sus abuelos. Uno de ellos se acerca acompañado de su nieto, hace una fotografía, quizás sea la última que le hagan, la que algún día formará parte de un calendario, de un libro o simplemente de un álbum familiar.
La estación intenta recordar el último verano vivido, sabe que no llegará al próximo, se acabaron las risas de los niños esperando el tren que los lleve al mar y su regreso medio dormidos en los brazos de sus padres.
Un camión se acerca, los hombres que van en él entran y desmontan los viejos bancos de madera, la máquina expendedora de billetes, el despacho del jefe de estación con el consiguiente disgusto de éste, quién le iba a decir que le sabría mal dejar aquel viejo lugar. Prisas, todo son prisas para terminar con ella, ni tan solo pueden esperar unos días más. Se siente vacía, le han arrancado una parte de su ser inerte y en silencio se ha de resignar.
La lluvia empieza a caer, el día lleno de sol que la ha acompañado también se entristece por su final, sus paredes se mojan y cubren las lágrimas que no ha dejado de derramar en todo el día. Entretanto los pasajeros llegan y se van, algunos la miran con nostalgia, mañana ya no vendrán. Otros se muestran indiferentes, para ellos la estación no es más que la imagen que cada mañana les recuerda sus obligaciones, el paso previo al trabajo, al estudio.
Los hombres del camión continúan con rapidez su labor, debían haber llegado antes y tienen ganas de finalizar su jornada. ¿Y por qué no lo hacen y la dejan en paz con aquello que le ha hecho compañía durante todos estos años y que ya forma parte de ella? Pero no, siguen y siguen, los bancos caen al suelo, arrastran con un ruido insoportable la máquina de los billetes. Sólo parecen sobrevivir los fluorescentes que cuelgan del agrietado techo y tampoco les debe quedar mucho tiempo más.
Ya son las ocho pasadas, apenas hay gente, los trenes ya sólo pasan cada media hora. La noche acompaña a la lluvia y cada vez es más difícil para la estación poder ver a su montaña. ¿Tampoco dejarán que se despida de ella? ¿Cuándo llegarán las máquinas que la derriben? ¿Antes del amanecer? ¿Después? Preguntas que no tendrán respuesta hasta que no llegue el momento final.
Las nueve, las diez, las once, el último tren ha pasado. La oscuridad es total, las nubes y la niebla ya no le dejan ver a su amiga. Los fluorescentes también se apagan, el jefe de estación pasea, es el único que va a despedirse, apoya su mano en una de las húmedas paredes y la mira, también mira a las vías, a las barreras que se encuentran a unos metros y que también han dejado de ser útiles. Le hace compañía unos minutos, después se va a la que es su casa desde no hace mucho y que no está lejos.
Las doce, ya todo es silencio, ahora sólo toca esperar la llegada de las máquinas destructoras. Pasa la noche suplicando poder ver un nuevo amanecer, poder ver una vez más a su montaña, pero la fría noche no le da respuesta alguna, no quiere hablar con ella, nunca han sido aliadas. El nuevo día llega con una lentitud insoportable, cualquier ruido le hace temer la llegada del final. Toda la noche ha llovido y piensa que la niebla no le dejará ver a su vieja compañera poblada de árboles, pero como por arte de magia las nubes empiezan a desaparecer y el sol una vez más se muestra fuerte y poderoso, él también quiere decirle adiós. Su luz brillante se deja ver lenta pero eficazmente y la estación siente un enorme alivio porque una vez más va a ver un amanecer claro y con él a su montaña. Allí está, fuerte y eterna rodea y protege al pueblo que descansa a sus pies.
Parece un día normal pero los pasajeros han desaparecido, ya no volverán a pisarla ni podrán sentarse en los bancos ahora ya arrancados. La soledad la acompaña como una insoportable losa y la espera a que se ejecute su condena se hace eterna. Por suerte ha visto el amanecer que tanto deseaba y el ruido de las máquinas que se acercan le confirma que ha sido el último.
Los trabajadores lo preparan todo, sólo es cuestión de segundos, como mucho de unos pocos minutos. Las paredes de la estación tiemblan de miedo y de dolor al ver la enorme máquina que se coloca delante de una de ellas. El fuerte golpe derrumba una buena parte, le sigue otro y otro hasta hacerla caer del todo. Está herida de muerte, el cielo se cubre como la noche pasada y la lluvia aparece de nuevo. El sol no ha sido más que un espejismo, la breve visita de quien se despide. Las nubes y la niebla cubren la montaña mientras ella cae pared a pared. La suave lluvia del principio da paso a una fuerte tormenta, los hombres tienen que dejar de trabajar, pero la estación yace ya en escombros, sin poder ver nunca más a la que siempre ha sido su aliada, ni a sus niños, ni a sus padres, ni a sus abuelos. La tormenta se queja, grita enfadada con sus truenos y la vieja montaña consigue resistirse a la niebla para ver por última vez a su estación ahora convertida en ruinas.
© en SAFE CREATIVE
Fotografía de Google.
Que bonito, como unas palabras te transportan a recuerdos lejanos!!!👏👏
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Gracias!!!!!!😍😍
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